Por Víctor Castillo Morquecho
Una de las situaciones más difíciles de enfrentar para cualquier persona es la experiencia de que los demás –o algún ser querido en particular– no respondan como uno hubiera deseado, pues la decepción y el desamparo que esto genera suelen venir acompañados de una nociva mezcla de resentimientos y frustración. Las frases que uno suele utilizar en estos casos son: «¡y yo que lo di todo!», «¡y yo que entregué toda mí confianza!», para que, al final, los demás «no agradezcan» o nos «traicionen» o, simplemente, «ignoren» todos nuestros esfuerzos. ¡Y sí que es verdad!, todo esto provoca una mucha, mucha, mucha decepción.
Lo que conviene reconocer, sin embargo, es que en cada uno de nuestros actos existe una tensión entre lo que nosotros somos y relación que mantenemos con el mundo y con quienes nos rodean, siendo crucial el mantener un equilibrio. De otra forma, estaremos siempre tratando de imponer sobre los demás lo que nosotros consideramos verdadero, mientras que en el otro extremo, estaremos siempre a merced de lo que nos dicten las circunstancias, así como a merced de lo que hagan o digan los demás.
Recuperando nuestro propio centro
Ahora bien, para lograr el equilibrio, lo primero que debemos hacer es recuperar y mantener nuestro centro, lo cual tiene que ver con la capacidad de reconocer y valorar todo aquello que nos define como personas (nuestros valores, ideales, sentimientos, etc.). En este sentido, podemos comenzar por reconocer que muchas de las cosas que hacemos diariamente, no las hacemos porque alguien nos lo ordene, ni en función de lo que pueda pensar o dejar de pensar lo demás, sino porque para nosotros son importantes, en tanto definen nuestras convicciones, nuestros gustos o nuestros ideales.
Entonces, puede haber alguien que diga que de nada sirve cuidar el agua o usar la bici en lugar del auto e, incluso, habrá quienes consideren que es mejor aprovecharse de los demás, en lugar de arriesgarse a que los demás se aprovechen de uno. Pero si cada uno de nosotros decide actuar de una determinada manera, en buena medida es por la convicción personal de que lo que uno hace (como cuidar el agua), es lo mejor para uno mismo y para los demás.
En este mismo sentido, es muy común escuchar que los padres proveen las bases y las herramientas a sus hijos, pero los padres saben (o debieran saber) que, al final, son los hijos quienes han de ir tomando sus propias decisiones. Por tanto, los padres tienden a actuar por una convicción personal, que incluso llega a ser independiente de los alcances que puedan tener, o no tener sus acciones, cuando los hijos llegan a una edad adulta. Si bien este ejemplo, quizá pudiera generalizarse, pues lo que uno hace por cualquier persona pudiera obedecer a esta misma regla, ya que si uno actúa con la intención de hacer un bien (por amor, por convicción personal o por ambas cosas a la vez), lo que los demás hagan o dejen de hacer con lo que uno da, ya es decisión de cada persona y lo debiéramos respetar.
Claro que esto muy difícil, y de ahí que algunos autores, como J. Derrida o S. Kierkeegard, lleguen a hablar del acto de «dar la falsa moneda», pues lo común es que esperemos algún tipo de retribución o comportamiento específico por lo que uno da. Y, causalmente, ayer mismo vi a una persona que daba una moneda a un indigente, haciéndole señas muy explícitas de que esa moneda en particular, no debía utilizarla para comprar alcohol.
Con todo, ¡y a pesar de lo difícil que pueda resultar actuar desinteresadamente!, autores como E. Puousset no dejan de subrayar la posibilidad de que lleguemos a actuar de una forma más libre y, por tanto, sin estar anclados a la expectativa de una retribución o de un comportamiento específico. Lo cual nos devuelve a la cuestión de tener por principal motivo de nuestras acciones la convicción personal, así como la empatía o el amor que uno pueda experimentar hacia otra persona.
Desde esta perspectiva, el plantearse porqué las personas responden de una determinada manera o, más aún, el plantearse porqué no responden como nosotros quisiéramos o como nosotros hubiéramos querido, son preguntas que van perdiendo su peso, dado el valor que adquiere la motivación de una acción libre y autodeterminada. Y bien vale repetir, entonces, que si actuamos por convicción o, más aún, si actuamos por amor, esto es lo que debiéramos valorar en un primer término y no dejar que pierda su brillo.
Actuar desde la libertad, para dar libertad
Desde luego, mantener nuestro centro no puede ser sinónimo de sólo actuar de acuerdo a nuestros propias leyes o sentimientos, pues como ya se señalaba, ¡la idea es mantener un equilibrio! De manera que resulta indispensable ir aprendiendo de las repuestas que los demás tienen frente a nuestros actos, pero sin perder nuestro centro, para lo cual resulta indispensable valorar nuestras convicciones y, al mismo tiempo, valorar la libertad y las convicciones de los demás.
Actuar desde la libertad, en consecuencia, implica dejar de lado la soberbia de pensar que nuestras convicciones personales son sinónimo de una verdad inamovible, pues si buscamos mantener a buen resguardo nuestro centro y nuestra convicciones, no ha de ser para aislarse del mundo y vivir en una torre de cristal, sino para entrar en diálogo y para llegar a hacernos esa difícil pregunta que ya se hacía Carl Rogers, al tratar con sus pacientes: «¿Estoy suficientemente seguro de mí mismo como para admitir la individualidad del otro y para otorgarle la libertad de ser?»
Después de todo, no hay que dejar de reconocer que el grado de libertad que logremos en nuestras acciones, será equivalente al grado de libertad que seamos capaces de conceder a las respuestas y las acciones de los demás. Y, por ello, bien podemos concluir con las palabras de este mismo autor cuando decía:
“Cuando logro sentir con libertad la capacidad de ser una persona independiente, descubro que puedo comprender y aceptar al otro con mayor profundidad, porque no temo perderme a mí mismo”.
Referencias:
Pousset, E. (2002). La vida en la fe y en la libertad. México: Universidad Iberoamericana.
Rogers, C. (1992). El proceso de convertirse en persona. España: Editorial Paidós
Derrida, J. (1998). Políticas de la amistad. España: Editorial Trotta.
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