¿Ser o aparentar?… ¡esa es la cuestión!

Por Víctor Castillo Morquecho 


Ni siquiera vale la pena subrayarlo, pero es un hecho que más de una generación hemos crecido bajo el estigma de ser un «triunfador». Nos enseñaron –y, a su vez, nosotros hemos ensañado a otros (hijos, alumnos, parientes, etc.)– que la vida se divide en dos bandos, los «fracasados» y los «triunfadores», y para ser de este último bando, que es el que supuestamente importa, se nos enseña (y ensañamos) que debemos preocuparnos por demostrar nuestra superioridad, siempre compitiendo con los otros hasta alcanzar el tan anhelado premio del «reconocimiento social».


De hecho, ¡vivimos condicionados a que siempre se nos esté calificando!, y la tendencia a evaluarlo todo ya se ha convertido en una verdadera manía de la sociedad actual (¡por cierto!, ¡¡¡¿cuántos «likes» irá a tener esta publicación?!!!…). No puede haber nada peor, entonces, que quedar en ridículo o –peor aún– ¡que pasar desapercibido! Aunque, no, no es verdad, porque sí existe algo peor. Para quienes hemos sido aleccionados en ser unos «triunfadores», lo peor es el fracaso, claro está.


Participar en cualquier tarea o proponernos una meta suele experimentarse, por lo tanto, como una espada de dos filos. En parte, sentimos emoción y esperanza, al anticipar la probabilidad de éxito y el orgullo que esto nos generará; pero en parte también sentimos ansiedad y temor, al anticipar la vergüenza de un posible fracaso. Un dilema de toma de riesgos en el que el que todos luchamos por encontrar un equilibrio, entre la atracción que nos genera obtener el respeto social y la repulsión frente a la vergüenza, el temor y la humillación, en caso de que el anhelado éxito no se presente.


En este contexto, la pregunta acerca de las cosas que disfrutamos hacer, por el sólo placer de hacerlas, o la pregunta acerca del valor que podemos dar a una experiencia (independientemente de para qué nos sirva), son preguntas que ya hasta parecen pasadas de moda. Sin embargo, los estudios y la investigación que se han llevado a cabo en torno a las «metas de desempeño» y a las «metas de dominio», nos demuestran que el sobre énfasis dado a cuestiones como la competitividad, el éxito y el reconocimiento social, no necesariamente generan, ni el mejor esfuerzo, ni el mejor resultado.


En otras palabras, estudios que desde finales del siglo pasado se han llevado a cabo en escuelas y en el campo laboral (ver Johnmarshall Reeve, «Motivación y emoción»), nos muestran que la mentalidad «triunfadora» no necesariamente produce el éxito, ni el reconocimiento social, por paradójico que esto pudiera resultar. Y, en este sentido, basta considerar el comparativo que te muestro a continuación para ir encontrando el porqué: 

La persistencia en las «metas de desempeño»

Como su nombre lo indica, en las «metas de desempeño» la tendencia es a obtener una elevada evaluación al momento de ser comparado con otros. Los fines que se persiguen son demostrar que uno «es» superior a la media, exhibir una elevada capacidad, aventajar a otros y triunfar con poco esfuerzo aparente. En este escenario, suele aparecer la creencia de que sólo existen dos posibilidades frente a una meta: «todo» o «nada». O se tiene éxito o se es un fracasado. 

- El valor se da al éxito en sí mismo o a una calificación que, desde luego, debe ser elevada.

- Los motivos de satisfacción son el reconocimiento social (verse bien ante los otros y demostrar «superioridad»)

- La atención recae en no fallar o en no hacer el ridículo.

- La meta se pretenden alcanzar demostrando poco esfuerzo.

- La motivación para esforzase, por lo tanto, suele ser muy baja, pues el esfuerzo puede llegar a entenderse como un signo de torpeza o de debilidad (surgen pensamientos como, «mientras más te esfuerzas más tonto debes ser»). En su lugar, lo que se pretende es demostrar que la meta se alcanza como consecuencia de un «destello» de fuerza innata o de genialidad.

- Si el éxito en una meta no se alcanza, existe poca tolerancia al fracaso, pues cuando el fracaso se presenta, los sentimientos negativos que se generan (vergüenza, humillación, desesperanza) suelen dar lugar a que se abandone la meta.


La persistencia en las «metas de dominio»

En las metas de dominio, la tendencia es a lograr el desarrollo de aptitudes y habilidades, independientemente de una calificación o del reconocimiento social que esto pueda generar. El fin que se persigue es la adquisición de conocimientos y experiencias, lo que implica ver una meta o un propósito como parte de un proceso de desarrollo vinculado a intereses y motivaciones que se reconocen como propios, y no sólo imposiciones que vienen del exterior. En este caso, la aceptación social o el reconocimiento se entienden como consecuencia de la valoración de quiénes somos como personas y no de lo que seamos capaces de demostrar. 

- En la necesidad de dominio el éxito es entendido como progreso, como desarrollo y no como un fin en sí mismo.

- El valor se da al esfuerzo y al aprendizaje.

- Los motivos de satisfacción son el trabajo arduo y el hecho de enfrentar un desafío.

- La atención recae en el proceso de aprendizaje.

- El fracaso es entendido como parte del aprendizaje y, por tanto, cuando el fracaso ocurre, se persiste hacia la meta.

- La motivación para esforzase es elevada, debido a la necesidad de aprender algo nuevo, ya sea a través de las experiencias o del desarrollo intelectual.


Como podemos ver, existen marcadas diferencias entre la motivación de desempeño y la motivación de dominio que, a fin de cuentas, permiten reconocer una importante diferencia al momento de persistir hacia una meta y, por tanto, al momento de alcanzar, o no, el  anhelado éxito y el reconocimiento social. Y es que la poca tolerancia al fracaso –que caracteriza a las «metas de desempeño»–, es lo que genera la tendencia a abandonar las metas, pues el temor a volver a hacer el ridículo o el temor a dar la apariencia de ser «inferior» llegan a ser temores tan, pero tan grandes, que pueden frenar en seco la motivación para seguir adelante. 


Cultivando «metas de dominio»

A fin de cultivar y promover «metas de dominio» –más que «metas de desempeño»– autores como Maehr y Midgley (en su libro Transforming school cultures) o Meece y Miller (en su artículo Changes in elementary school children’s achievement Goals…) proponen, entre otras, las siguientes estrategias:  

Definir el éxito como una mejoría, en lugar de definirlo como un un fin en sí mismo.

Valorar el esfuerzo y recompensarlo.

- Reconocer y comunicar que se deriva satisfacción del trabajo arduo.

- Enfocarse en la manera en que aprendemos y en la forma en que aprenden los hijos, los alumnos o los adultos en su ambiente laboral.

- Considerar y comunicar que los errores son parte natural y bienvenida del proceso de aprendizaje y desarrollo.

- Entender y explicar la utilidad de los esfuerzos al tratar de aprender algo nuevo. 

- Y, finalmente, evaluarse a uno mismo y/o a los demás (hijos, alumnos, etc.) de acuerdo con el grado de mejoría y progreso, y no sólo en base a alguna medida o calificación preestablecida.

Además de la persistencia hacia la meta, aprender a cultivar –para nosotros mismos y para los demás– un ambiente de desarrollo en el que se promueva la motivación de dominio, podrá conducirnos hacia un valor casi olvidado, ¡que es el disfrute por lo que hacemos! Pues como la motivación central es el desarrollo de la persona (y no sólo demostrar el ser «superiores» frente a los demás), tenderemos a buscar metas que respondan a nuestros auténticos intereses, lo que por sí mismo hará mucho más sencillo el poder alcanzarlas. Lo paradójico, además, es que en cuanto comenzamos a hacer las cosas de manera más auténtica, el reconocimiento social tiende a llegar por sí sólo, pues ya no estamos actuando para «vernos bien», sino que nos acercamos a los otros desde nuestra parte más humana.



 

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